lunes, 19 de enero de 2009

Muchas rosas y poco vino


Hoy he ido a ver la obra de teatro Días de vino y rosas en el teatro Lara. Iba con buenas expectativas: dos buenos actores (Carmelo Gómez y Silvia Abascal) como protagonistas de un drama construido sobre una idea brillante (simple y sencilla y por eso genial), que además ha estado dirigido por Tamzin Townsend, una directora que consigue que los espectadores lo pasemos bien en nuestra butaca (y sin adentrarnos en demasiadas profundidades filosóficas). Una buena obra para una tarde de domingo.


El problema es que no ha salido todo lo bien que yo pensaba.


A su favor he de decir que la obra te entretiene (ahí Tamzin vuelve a ganar la partida, aunque claro, como he dicho, la idea de J.P Miller, el autor, tiene mucho que ver con esto). Durante la hora y media he estado muy atenta a todo lo que le ocurría a esa pareja que se destruye a causa del alcohol. Desde que se conocen y comienzan a tomar las primeras copas "para divertirse" hasta que ella termina totalmente alcoholizada y podrida física y moralmente en un motel de mala muerte neoyorkino. Como la idea es interesante y montada de forma muy sencillita (te va entrando sin que te des cuenta), ahí estás, pegado a la butaca


En su contra, hay muchas más razones. La primera es que la pareja de actores no acaba de funcionar del todo como pareja. Se muestran fríos, sin pasión. Los besos entre ellos son castos, puros. Nada da la sensación de que se corran las juergas que dicen correrse en el apartamento. Nada de sexo alcoholizado, de ese que hace que te tires encima de tu pareja y te comportes como un animal embrutecido. No parecen enamorados. Es más, él (Carmelo, que además le saca unos buenos años a Silvia) a veces con sus consejos sobre la destrucción que provoca el alcohol parece más un padre que su marido.


Ahora bien, el mayor problema reside en que la obra carece de fuerza argumental. Si dura hora y media, las tres cuartas partes se dedica a contar cómo esta pareja se divierte y trata de triunfar en Nueva York. Es un chicle en el que todo son risas, aunque de vez en cuando haya algún conato violento tras una borrachera. Sin embargo, como espectador estás deseando que pase algo que desencadene de una vez por todas el drama.


Lo mejor es que este algo, por lo menos, llega (aunque sea tarde). La última media hora es de agradecer porque por fin vemos el verdadero poder del alcohol, que se ha apoderado totalmente de ella. Es ahí cuando uno empieza a disfrutar. Cuando la ve a ella fea, sucia y agarrada a la botella. Cuando la ve gritando y diciéndole a él, borracha perdida, "fóllame, abusa de mí que no es la primera vez". Ahí es cuando una siente que han conseguido transmitir la fuerza que tiene el texto. Lástima que el momento sea tan corto y tan, tan al final, que minutos después cae el telón.


La conclusión es que la obra se ha quedado blanda. Demasiadas rosas y muy poco vino. Eso sí, gracias a J.P Miller, una puede salir algo sugestionada (dioss, ¿cuántas copas me tomé ayer? ¿y antes de ayer? ¿y las cervezas del miércoles también cuentan...?) Por eso, al salir e ir a tomar algo me he pedido una coca-cola.





viernes, 16 de enero de 2009

El extrarradio te mata

En 1961, Richard Yates (1926-1992) publicó Vía revolucionaria, libro con el que fue finalista del National Book Award, - recientemente reeditado por Alfaguara- y con el que ahora el director de cine británico Sam Mendes ha elaborado una película (Revolutionary Road) que ya le ha valido un Globo de oro a la actriz Kate Winslet. Y que va directa a brillar en los Oscar (y en la taquilla). Es posible que Mendes, creador de American Beauty, entre otras, haya dirigido una buen film, pero el verdadero mérito se lo debe a la pluma del escritor norteamericano.


La novela está ambientada en los años 50, en una de las nacientes urbanizaciones del extrarradio neoyorquino (Revolutionary Hill Road) que tan bien brillaron en las películas technicolor y buenistas de Doris Day y Rock Hudson. Sin embargo, Yates le quita todo el arco-iris a la historia y coloca en una de esas casitas de pladur y jardín a una joven pareja – Frank y April Wheeler-, que simbolizan cómo ese mundo -que hoy está teñido de Ikeas, Mercadonas, Carrefours y grandes avenidas-, puede destruir los más nobles y fervientes sueños ‘revolucionarios’.



Los Wheelers son una pareja magníficamente creada que resume ese triste camino en el que dos jóvenes intelectuales pasan de compartir un colchón maloliente en un cutre apartamento de Nueva York, donde todo eran grandes conversaciones sobre cómo ellos serían diferentes a todas las parejas que se acomodan, a tener una casa con niños y un trabajo de oficina de 9 a 5 que no les gusta. El conflicto en la novela llega cuando Yates les obliga a enfrentarse a esto. Además, el escritor convierte a ella en la heroína: “Frank vamos a Europa para que puedas cumplir tu sueño (...) Llevas años trabajando como un perro en algo que no quieres”, le suelta tras una noche de amor que ella ha preparado con toda la intención. April Wheeler se desvela así como “una verdadera hembra” en contraposición a “una mujer femenina”, según llega a describirla otro de los personajes secundarios de la historia. Ella, como una desencantada Madame Bovary con maneras de Ava Gardner, es la que se ha dado cuenta de la vacuidad acomodaticia en la que se han sumergido (y que hoy, en pleno siglo XXI parece correr a pasos agigantados). Yates, al que le gustan los personajes femeninos con olor a nicotina que no soportan que su vida sea un infierno (Las hermanas Grimes), destroza a la Doris Day de turno.



Si los Wheelers son el pilar central de la novela, los secundarios son muros de carga y no se pueden tirar. Sin ellos, tampoco habría novela. Desde los amantes de ambos, que tienen el penoso papel de estercolero de sus sentimientos (su vida en el extrarradio es demasiado triste para soportarla en pareja), a las familias que también pululan por la avenida Revolutionary, y que actúan como una proyección futura de los protagonistas. Ahora bien, entre todos ellos destaca John Givings, un loco que como buen Quijote sabe poner los puntos sobre las íes: “¿Qué pasa? ¿Resulta que al final es más cómodo estar en esta irremisible vaciedad?”. La urbanización te quita tu máscara revolucionaria.


Los Wheelers son dos personajes enfermos. Frustrados por una sociedad que les ha llevado a plantearse si realmente lo moral, lo ético, es lo convencional, y todo lo demás una locura inmoral (y si quizá ellos sean los locos). “¿Moral y convencional no significan en realidad la misma cosa?”, se pregunta April. Tener una casa con jardín en una urbanización, un coche, e hijos es lo que la sociedad ha decidido que está bien visto después de la II Guerra Mundial. Todo lo contrario (incluso el aborto, tema que también se plantea en la novela) forma parte de lo abyecto. En los años 50 en EE UU, y hoy en cualquier parte del mundo occidental.

Via revolucionaria es, sobre todo, una novela llena de grandes diálogos. A veces muy violentos, pero otras tantas llenos de una ternura que provoca la sonrisa en el lector. El problema es que como todo diagnóstico peliagudo, la mueca al final es de una tristeza infinita. El sistema es demasiado fuerte.

Hace unos días pasé con el coche por el nuevo PAU de Vallecas (otras manera de ir por allí es casi imposible). Parecía una zona cero: lleno de enormes edificios, con grandes calles y muchas moles comerciales, sí, pero aquello carecía de vida. Ni un alma por las calles, ni un bar con su pestilente humo, ni un niño jugando. Pensé en los Wheelers que habría allí metidos. Me dieron una enorme lástima. Si este es de verdad el verdadero sueño para vivir, a mí que me despierten.

martes, 13 de enero de 2009

A dónde no se vuelve


Alberto García Alix tiene una de las retrospectivas más grandes que se han hecho de toda su obra en el Museo Reina Sofía de Madrid. La expo se titula De dónde no se vuelve, y como es su sello habitual, está compuesta por imágenes llenas de yonkis, ex yonkis, o tipos que quisieron serlo y no pudieron allá en los 80. Mucha chupa negra americana, tatuajes, pero también ya muchas canas. Las fotos son de 2000-2002-2003, según leí. Nada de 'Movida' madrileña. Hace 20 años que los que salen en las fotos, incluído él, vivieron aquello.


Y, sin embargo, son fotos que tienen un sabor antiguo. Desde las miradas de los retratados, hasta las poses, o esas mismas chupas. Sencillamente, ver esta muestra provoca un poco la sensación de Deja vu. Como si Alberto hubiera querido volver a ese lugar del que dice que no se vuelve. Quizá la verdad es que nunca salió. Que nunca se sale.


A mí me dan miedo los deja vu. Me dan miedo las moviolas, las repeticiones de las jugadas, volver al pasado. Desde intentar recrear cómo una salía de marcha a los 16 años, al beso más maravilloso con aquel chico que hace años era fantástico. Porque ese beso ya no va existir jamás, y ese chico habrá dejado de ser tan fantástico. Y eso es terrible.


Vi la exposición de Alberto con ese chico. No volveré.


lunes, 5 de enero de 2009

El arte y la guerra


La exposición 1914. La vanguardia y la gran guerra, en el Museo Thyssen de Madrid, ha sido una de las grandes muestras del año pasado. Por lo que transmite, por lo que nos queda tan cerca.

Hace unos años en Berlín ya tuve la oportunidad de ver algunas de las obras de Kirchner, Dix y Grosz, esos tipos que supieron plasmar el dolor, la tristeza y el miedo que producen todos los conflictos. Que produce el sonido de una bomba cayendo a escasos metros de tu casa, el avión sobrevolando los tejados o los gritos de terror del vecino. Imágenes desgarradoras que anteceden al idolatrado Gernika de Picasso.

A esas dolorosas imágenes que también están presentes en la expo de Madrid se unen otros cuadros que retratan caballos, soldados, bayonetas, fusiles y combates cuerpo a cuerpo con caras desencajadas (brutal el cuadro de Gino Severini, Cañón en acción, 1915). Es la muestra de que la I Guerra Mundial fue la última guerra antigua. Después llegarían los tanques, la bomba atómica y por último esas imágenes que remiten más a un videojuego que a un conflicto real. No hay más que entrar en youtube y ver los vídeos que tiene colgado el ejército israelí sobre el ataque a Gaza (http://www.youtube.com/watch?v=qZcz2qNGMXg). Parecen juegos de marcianitos de esos que hicieron furor en los 80...

Todo esto me lleva a pensar en las diferencias entre las guerras de hoy y aquella de 1914. Me lleva a hacerme preguntas: ¿por qué la IGM dio lugar a una de las etapas artísticas más fructíferas e impresionantes de todos los tiempos? ¿Por qué de los conflictos actuales apenas hay representaciones artísticas? ¿Es quizá YouTube el nuevo lienzo?

Por cierto, la expo en el Thyssen está hasta el día 11 de enero. Todavía quedan algunos días.