Hace unos días entrevisté a Edmundo Paz Soldán a propósito de su nueva novela, Iris. En un momento acabamos hablando de lo ligeras que se han vuelto en los últimos tiempos las relaciones personales. Ligeras en el sentido de ser casi como una pestaña de Facebook en la que pone 'amigos'. Ahí puedes tener a un montón de personas: 100, 400, 5000. Y si te salta el día de su cumple, un felicidades y listo. Y hablamos de que esa relación virtual prácticamente se ha trasladado al mundo real, al físico. Paz Soldán me decía que sí, que era cierto, que se había perdido intensidad, pero que eso no es ni mejor ni peor. Es simplemente diferente.
Yo tengo mis dudas. Serias dudas. Hay algo que me rechina en toda esta ligereza. O más aún, algo que me crea cierta falta. Siempre he pensado que la amistad se trabaja (y no porque una aquí quiera ser el mejor ejemplo, que tampoco); la amistad sincera, de verdad, exige una contraprestación de amor. Te genera unas emociones que son intensas, porque te puede hacer muy feliz, pero también te puede provocar dolor. Y con la pestañita a lo Facebook todo eso ya no importa. ¿Para qué llamar por teléfono si puedes dar un toque vía red social? También lo podríamos trasladar a una relación de amantes. La verdad no entiendo por qué a Zuckerberg no se le ha ocurrido algo así: la pestaña 'amantes'. Total, no dista mucho de esas relaciones efímeras en las que se pasa por la vida del otro de una forma superficial y sin querer saber mucho de sus sufrimientos, de sus problemas. Eso agota taaaaanto...
En otra entrevista, Sergio del Molino me decía que somos una generación que nos negamos las emociones intensas. Que nos han enseñado a no sufrir (y, por ende, a no implicarnos). Por eso somos capaces de tener tropecientos mil amigos en la red o un amante esta semana y mañana otro. Y yo estoy de acuerdo con Sergio. Intentamos que nada nos moleste mucho, que nadie abarque nuestro espacio vital porque si no, tendríamos que darnos, abrir el corazón y empezar a hacer algo que nos da un miedo atroz: sentir. Además, tampoco tenemos por qué hacerlo. En su libro, ¿Por qué duele el amor?, Eva Illouz hablaba de todas las posibilidades que están al alcance de nuestra mano para cambiar de personas como de jerseys. Su tesis hablaba de la libertad brutal que tenemos, con la que hemos crecido: el neocapitalismo sentimental. Pero, claro, para que sea posible, la implicación tiene que ser escasa.
Y es aquí donde está el daño, creo. La película 'Her', por ejemplo, muestra nuestra absoluta necesidad de amar, pero de verdad. Estamos deseando tanto que alguien nos quiera que hasta puede ser un sistema operativo que nos haga caso, que se ría con nosotros. Que comparta emociones intensas. El problema llega cuando esa máquina no juega sólo con nosotros sino con otras 8.000 personas más. De nuevo, la ligereza basada en el mantra de la libertad. Eres tú y te quiero, pero no voy a cerrarme sólo a ti y tus traumas y debilidades (o tus cosas buenas). Además, después de seis meses, ya me he cansado (hasta un sistema operativo se cansa).
Supongo que esto es lo que me rechina. ¿Por qué renegamos tanto de lo intenso, del drama, de lo que realmente nos hace removernos si precisamente estamos programados para eso? Dicen que tenemos el PIB bastante jodido, pero me temo que estas siglas son mucho más sentimentales de lo que dicen los simples números.
Yo tengo mis dudas. Serias dudas. Hay algo que me rechina en toda esta ligereza. O más aún, algo que me crea cierta falta. Siempre he pensado que la amistad se trabaja (y no porque una aquí quiera ser el mejor ejemplo, que tampoco); la amistad sincera, de verdad, exige una contraprestación de amor. Te genera unas emociones que son intensas, porque te puede hacer muy feliz, pero también te puede provocar dolor. Y con la pestañita a lo Facebook todo eso ya no importa. ¿Para qué llamar por teléfono si puedes dar un toque vía red social? También lo podríamos trasladar a una relación de amantes. La verdad no entiendo por qué a Zuckerberg no se le ha ocurrido algo así: la pestaña 'amantes'. Total, no dista mucho de esas relaciones efímeras en las que se pasa por la vida del otro de una forma superficial y sin querer saber mucho de sus sufrimientos, de sus problemas. Eso agota taaaaanto...
En otra entrevista, Sergio del Molino me decía que somos una generación que nos negamos las emociones intensas. Que nos han enseñado a no sufrir (y, por ende, a no implicarnos). Por eso somos capaces de tener tropecientos mil amigos en la red o un amante esta semana y mañana otro. Y yo estoy de acuerdo con Sergio. Intentamos que nada nos moleste mucho, que nadie abarque nuestro espacio vital porque si no, tendríamos que darnos, abrir el corazón y empezar a hacer algo que nos da un miedo atroz: sentir. Además, tampoco tenemos por qué hacerlo. En su libro, ¿Por qué duele el amor?, Eva Illouz hablaba de todas las posibilidades que están al alcance de nuestra mano para cambiar de personas como de jerseys. Su tesis hablaba de la libertad brutal que tenemos, con la que hemos crecido: el neocapitalismo sentimental. Pero, claro, para que sea posible, la implicación tiene que ser escasa.
Y es aquí donde está el daño, creo. La película 'Her', por ejemplo, muestra nuestra absoluta necesidad de amar, pero de verdad. Estamos deseando tanto que alguien nos quiera que hasta puede ser un sistema operativo que nos haga caso, que se ría con nosotros. Que comparta emociones intensas. El problema llega cuando esa máquina no juega sólo con nosotros sino con otras 8.000 personas más. De nuevo, la ligereza basada en el mantra de la libertad. Eres tú y te quiero, pero no voy a cerrarme sólo a ti y tus traumas y debilidades (o tus cosas buenas). Además, después de seis meses, ya me he cansado (hasta un sistema operativo se cansa).
Supongo que esto es lo que me rechina. ¿Por qué renegamos tanto de lo intenso, del drama, de lo que realmente nos hace removernos si precisamente estamos programados para eso? Dicen que tenemos el PIB bastante jodido, pero me temo que estas siglas son mucho más sentimentales de lo que dicen los simples números.